1. Agradó a Dios, en Su propósito eterno, escoger y ordenar al Señor Jesús, Su Hijo unigénito, conforme al pacto hecho entre ambos, para que fuera el Mediador entre Dios y el hombre (Isa. 42:1; 1 Ped. 1:19, 20); el Profeta (Hch. 3:22), Sacerdote (Heb. 5:5, 6) y Rey (Sal. 2:6; Luc. 1:33; Efe. 1:23; Heb. 1:2; Hch. 17:31); la Cabeza y el Salvador de Su Iglesia, el Heredero de todas las cosas y Juez del mundo. A quien dio, desde toda la eternidad, un pueblo para que fuera Su simiente, y para que fuera redimido, llamado, justificado, santificado y glorificado por medio de Él en el tiempo (Isa. 53:10; Jua. 17:6; Rom. 8:30).
2. El Hijo de Dios, la segunda Persona en la Santa Trinidad, siendo Dios verdadero y eterno, el resplandor de la gloria del Padre, consustancial con Él e igual a Él, que hizo el mundo, y quien sostiene y gobierna todas las cosas que ha hecho, cuando vino la plenitud del tiempo, tomó la naturaleza del hombre, con todas sus propiedades esenciales y sus debilidades comunes a la misma (Jua. 1:1, 14; Gál. 4:4), pero sin pecado (Rom. 8:3; Heb. 2:14, 16, 17; 4:15); siendo concebido por el Espíritu Santo en el seno de la virgen María, al venir el Espíritu Santo sobre ella y cubrirla el poder del Altísimo con Su sombra, así nació de mujer, de la tribu de Judá, de la simiente de Abraham y de la de David, conforme a las Escrituras (Luc. 1:27, 31, 35). De modo que dos naturalezas enteras, perfectas y distintas se unieron inseparablemente en una sola Persona, sin conversión, composición ni confusión: esta Persona es verdaderamente Dios y verdaderamente hombre; pero es un solo Cristo, el único Mediador entre Dios y el hombre (Rom. 9:5; 1 Tim. 2:5).
3. El Señor Jesús, en Su naturaleza humana así unida a la divina, en la Persona del Hijo, fue santificado y ungido con el Espíritu Santo sin medida (Sal. 45:7; Hch. 10:38; Jua. 3:34); teniendo en Él todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento (Col. 2:3), en quien agradó al Padre que habitara toda la plenitud (Col. 1:19). A fin de que, siendo santo, inocente, inmaculado (Heb. 7:26) y lleno de gracia y de verdad (Jua. 1:14), estuviera enteramente equipado para ejercer el oficio de Mediador y Fiador (Heb. 7:22), oficio que no tomó por Sí mismo, sino que fue llamado a este por Su Padre (Heb. 5:5), quien también puso todo poder y juicio en Su mano, y le dio mandamiento para ejercerlo (Jua. 5:22, 27; Mat. 28:18; Hch. 2:36).
4. Este oficio fue asumido por el Señor Jesús con la mayor disposición (Sal. 40:7, 8; Heb. 10:5, 11; Jua. 10:18), y para poder desempeñarlo, nació bajo la ley y la cumplió perfectamente (Gál. 4:4; Mat. 3:15), y sufrió el castigo que correspondía a nosotros -el cual debíamos haber llevado y sufrido- (Gál. 3:13; Isa. 53:6; 1 Ped. 3:18), siendo hecho pecado y maldición por nosotros (2 Cor. 5:21), soportando gravísimas penas en Su alma y dolorosísimos sufrimientos en Su cuerpo (Mat. 26:37, 38; Luc. 22:44; Mat. 27:46). Fue crucificado y murió, y permaneció en el estado de los muertos; pero no vio corrupción (Hch. 13:37). Al tercer día resucitó de entre los muertos (1 Cor. 15:3, 4) con el mismo cuerpo en que sufrió (Jua. 20:25, 27), con el que también ascendió al Cielo (Mar. 16:19; Hch. 1:9-11). Allí está sentado a la diestra de Su Padre, intercediendo (Rom. 8:34; Heb. 9:24), y regresará para juzgar a los hombres y a los ángeles en el fin del mundo (Hch. 10:42; Rom. 14:9, 10; Hch. 1:10).
5. El Señor Jesús, por Su perfecta obediencia y el sacrificio de Sí mismo que ofreció a Dios una sola vez por medio del Espíritu eterno, ha satisfecho plenamente la justicia de Dios (Heb. 9:14; 10:14), ha logrado la reconciliación y ha adquirido una herencia eterna en el Reino de los Cielos para todos aquellos que el Padre le ha dado (Jua. 17:2; Heb. 9:15).
6. Aunque el precio de la redención no fue pagado por Cristo actualmente hasta después de Su encarnación, aun así, la virtud, la eficacia y el beneficio de esta fueron comunicados a los elegidos en todas las épocas sucesivamente, desde el principio del mundo, en y mediante aquellas promesas, tipos y sacrificios en los cuales Él fue revelado y señalado como la simiente de la mujer que heriría la cabeza de la serpiente (1 Cor. 10:4; Heb. 4:2; 1 Ped. 1:10, 11), y como el Cordero inmolado desde la fundación del mundo (Apo. 13:8); siendo el mismo ayer y hoy y por los siglos (Heb. 13:8).
7. Cristo, en la obra de mediación, actúa conforme a ambas naturalezas, haciendo por medio de cada naturaleza aquello que es propio de cada una de estas; sin embargo, por causa de la unidad de la Persona, a veces aquello que es propio de una naturaleza se atribuye en la Escritura a la Persona denominada por la otra naturaleza (Jua. 3:13; Hch. 20:28).
8. A todos aquellos para quienes Cristo ha obtenido redención eterna, Él cierta y eficazmente les aplica e imparte la misma, haciendo intercesión por ellos (Jua. 6:37; 10:15, 16; 17:9; Rom. 5:10), uniéndolos a Sí mismo por Su Espíritu, revelándoles -en la Palabra y por medio de la Palabra- el misterio de la salvación, persuadiéndolos a creer y obedecer (Jua. 17:6; Efe. 1:9; 1 Jua. 5:20), gobernando sus corazones por Su Palabra y Espíritu (Rom. 8:9, 14), y venciendo a todos sus enemigos por Su poder omnipotente y sabiduría (Sal. 110:1; 1 Cor. 15:25, 26); de la manera y en las formas que estén en la mayor consonancia con Su maravillosa e inescrutable dispensación; y todo esto por gracia libre, gratuita y absoluta, sin prever ninguna condición en ellos para procurarla (Jua. 3:8; Efe. 1:8).
9. Este oficio de mediador entre Dios y el hombre es propio únicamente de Cristo, quien es el Profeta, Sacerdote y Rey de la Iglesia de Dios; no puede ser transferido de Él a ningún otro, ni en su totalidad ni en parte alguna (1 Tim. 2:5).
10. Este número y orden de oficios son necesarios; pues, por nuestra ignorancia, tenemos necesidad de Su oficio profético (Jua. 1:18); por nuestra separación de Dios y la imperfección del mejor de nuestros servicios, necesitamos Su oficio sacerdotal, para reconciliarnos con Dios y presentarnos aceptables a Él (Col. 1:21; Gál. 5:17); y, por nuestra renuencia y total incapacidad para volvernos a Dios, y rescatarnos a nosotros mismos y protegernos de nuestros adversarios espirituales, necesitamos Su oficio regio, para convencernos, someternos, atraernos, subyugarnos, librarnos y preservarnos para Su Reino celestial (Jua. 16:8; Sal. 110:3; Luc. 1:74, 75).