1. Dios, el buen Creador de todas las cosas, en Su poder y sabiduría infinitos, sostiene, dirige, dispone y gobierna todas las criaturas y cosas (Heb. 1:3; Job 38:11; Isa. 46:10, 11; Sal. 135:6), desde la mayor hasta la menor (Mat. 10:29-31), por Su sapientísima y santísima providencia, para el fin para el que fueron creadas, conforme a Su previo conocimiento infalible y el libre e inmutable consejo de Su voluntad, para alabanza de la gloria de Su sabiduría, poder, justicia, infinita bondad y misericordia (Efe. 1:11).
2. Aunque, en relación con el previo conocimiento y decreto de Dios, quien es la causa primera, todas las cosas llegan a suceder inmutable e infaliblemente (Hch. 2:23), de modo que nada ocurre a nadie por azar o fuera de Su providencia (Pro. 16:33), aun así, mediante la misma providencia, Él las ordena para que ocurran conforme a la naturaleza de las causas secundarias, ya sea necesariamente, libremente, o contingentemente (Gén. 8:22).
3. Dios, en Su providencia ordinaria, hace uso de medios (Hch. 27:31, 44); sin embargo, es libre para obrar sin estos (Ose. 1:7), por encima de estos (Rom. 4:19, 20, 21), y contra estos (Dan. 3:27), según le plazca.
4. El poder omnipotente, la sabiduría inescrutable y la infinita bondad de Dios se manifiestan en Su providencia hasta tal punto que Su predeterminado consejo se extiende incluso hasta la primera Caída y a todas las demás acciones pecaminosas, tanto de los ángeles como de los hombres (Rom. 11:32, 33, 34; 2 Sam. 24:1; 1 Cró. 21:1), (y eso no por un mero permiso), las cuales Él también sapientísima y poderosísimamente limita (2 Rey. 19:28; Sal. 76:10), y -además- ordena y gobierna en una multiforme dispensación para Sus santísimos fines (Gén. 50:20; Isa. 10:6, 7, 12); sin embargo, lo hace de tal modo que la pecaminosidad de las acciones de ellos procede solo de las criaturas, y no de Dios, quien siendo santísimo y justísimo no es, ni puede ser, autor ni aprobador del pecado (Sal. 50:21; 1 Jua. 2:16).
5. El Dios sapientísimo, justísimo y clementísimo a menudo deja por un poco de tiempo a Sus propios hijos expuestos a muchas y diversas pruebas y a las corrupciones de sus propios corazones, para disciplinarlos por sus pecados anteriores, o para revelarles la fuerza oculta de la corrupción y el engaño de sus corazones, para que sean humillados; y para llevarlos a una dependencia más íntima y constante para que se apoyen en Él; y para hacerlos más vigilantes contra todas las futuras ocasiones de pecado, y para otros fines justos y santos (2 Cró. 32:25, 26, 31; 2 Sam. 24:1; 2 Cor. 12:7-9). De modo que todo lo que ocurre a cualquiera de Sus elegidos es por Su designio, para Su gloria y para el bien de ellos (Rom. 8:28).
6. En cuanto a aquellos hombres malvados e impíos a quienes Dios, como Juez justo, ciega y endurece por sus pecados anteriores (Rom. 1:24, 26, 28; 11:7, 8), no solo les niega Su gracia, por la cual el entendimiento de ellos podría haber sido iluminado y se podría haber obrado en sus corazones (Deu. 29:4), sino que a veces también les retira los dones que tenían (Mat. 13:12), y los deja expuestos a aquellos objetos que sus corrupciones convierten en oportunidades para pecar (Deu. 2:30; 2 Rey. 8:12, 13); además, los entrega a sus propias concupiscencias, a las tentaciones del mundo y al poder de Satanás (Sal. 81:11, 12; 2 Tes. 2:10, 11, 12), por lo cual llega a suceder que ellos mismos se endurecen, incluso bajo aquellos mismos medios que Dios usa para ablandar a otros (Éxo. 8:15, 32; Isa. 6:9, 10; 1 Ped. 2:7, 8).
7. De la misma manera que la providencia de Dios alcanza en general a todas las criaturas, también -pero de una manera especialísima- cuida de Su Iglesia y dispone todas las cosas para el bien de esta (1 Tim. 4:10; Amós 9:8, 9; Isa. 43:3-5).