1. Dios ha establecido un Día en el cual juzgará al mundo en justicia, por medio de Jesucristo, a quien el Padre ha dado todo poder y juicio; Día en el cual no solo serán juzgados los ángeles apóstatas, sino que también todas las personas que han vivido sobre la Tierra comparecerán ante el tribunal de Cristo, para dar cuenta de sus pensamientos, palabras y obras, y para ser recompensados de acuerdo con lo que hayan hecho estando en el cuerpo, sea bueno o sea malo (Hch. 17:31; Jua. 5:22, 27; 1 Cor. 6:3; Jud. 6; 2 Cor. 5:10; Ecl. 12:14; Mat. 12:36; Rom. 14:10, 12; Mat. 25:32, etc.).
2. El fin para el cual Dios estableció este Día es la manifestación de la gloria de Su misericordia en la salvación eterna de los elegidos, y la manifestación de Su justicia en la condenación eterna de los réprobos, quienes son malvados y desobedientes; porque entonces irán los justos a la vida eterna y recibirán esa plenitud de gozo y gloria con recompensa eterna en la presencia del Señor (Rom. 9:22, 23; Mat. 25:21, 34; 2 Tim. 4:8); pero los malvados, quienes no conocen a Dios ni obedecen el evangelio de Jesucristo, serán arrojados a los tormentos eternos y sufrirán el castigo de eterna destrucción, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de Su poder (Mat. 25:46; Mar. 9:48; 2 Tes. 1:7-10).
3. Así como Cristo quiere que estemos ciertamente persuadidos de que habrá un Día de juicio, tanto para disuadir a todos los hombres de pecar (2 Cor. 5:10, 11), como para la mayor consolación de los piadosos en su adversidad (2 Tes. 1:5-7), también quiere que los hombres no sepan cuándo será ese Día, para que se desprendan de toda seguridad carnal y estén siempre velando, porque no saben a qué hora llegará el Señor (Mar. 13:35-37; Luc. 13:35, 36), y estén siempre preparados para decir: «Ven Señor Jesús, ven pronto. Amén» (Apo. 22:20).